¡PARA MORIR NO HAY QUE TENER PRISA!

Decía mi amigo “Para morir no hay que tener prisa”. Pronto cumpliría los noventa años y no encontraba el momento justo para despedirse de esta vida. Vivía obsesionado con la muerte, la suya. Con su edad pensaba que le perseguía a todas partes. La única esperanza y tranquilidad que tenía: creer que se había olvidado de él. Cada uno tiene su día, su hora y una fecha, cosas de las matemáticas, los números o el destino. En un momento tan íntimo, donde es una lucha entre dos y la realidad es uno mismo.  No hay un perdedor ni un ganador, se vive y se muere. Me decía: “si muero que no sea a oscuras. Dejadme la ventana abierta para que pase la luz del día. Si es de noche, una bombilla encendida, tengo tiempo para estar en lo tenebroso. No me importa la muerte, si no es la mía, no la buscaré, me repela pensarlo, igual que el aceite y el agua. Una muerte digna y tranquila,  una despedida sin pañuelos ni lágrimas, un adiós con una sonrisa. A donde voy no me esperan y no creo que me echen en falta, qué más da uno u otro.  Sé que morir es una parte de la vida, pero sin prisa. No hay que reírle a la muerte, ni llorar si no llega. Pienso que todos estamos apuntados y mi apellido empieza por la R. Morir sin ganas no tiene gracia, morir por morir no entra en mis planes. No te alegres de la muerte de otro, tuviste suerte y pasó de paso. Nunca es el momento.”- me decía- “siempre hay tiempo en el tiempo. Cuando llegue mi amiga y compañera, la que convive conmigo desde que nací, la recibiré como una parte más de una sinfonía, donde la música y las voces de fondo suenen, vivir o morir, sin segundas oportunidades. Si puedo elegir lo tengo muy claro, no deseo la muerte que significa fin de la vida. Mi pena es que me iré dejando atrás lo que tanto he amado y luchado, mi familia. Otra parte de mi vida que echaré de menos, donde me sentía más libre,  y una libertad  encontrada, otra forma de amar la vida, rodeado de la naturaleza. La que sentía como mía, hablando en voz alta en mi interior con ella. Lo tenía muy claro, que vale la pena luchar por este mundo, un regalo prestado. Su creador o inventor, un soñador con un espíritu y una imaginación desorbitada. Una inteligencia sobrenatural proyectada en un espacio vacío, dando vueltas en una parte del universo. Sin saber dónde empieza y donde acaba. Nada creado natural en esta vida es igual, como los copos de nieve, como las gotas de agua, los granos de arena, los seres humanos…”

Cuando naces nadie te pregunta si querías vivir. Fue fruto de un amor verdadero y deseado o una noche apasionada llena de hormonas incontroladas.  Para morir no hay respuestas, solo se necesita estar vivo. Se puede morir de amor. Se puede morir de risa. Se puede morir de pena. Se puede morir a gusto. Se puede morir de hambre…  Para morir no hay que tener prisas. La vida está compuesta de partituras como la música. Unas de alegrías y fortalezas, otras de angustias y penas, otras donde solo tú la compones, adaptando  el ritmo y los pasos. Una vida de rosas y espinas, de jazmines florecidos. Una vida de damas de noche y limoneros luneros. Una vida de novelas y fábulas. Una vida de sueños inacabados y visiones imaginativas. Una vida donde te sientes ave y presa. La vida y la muerte es una sola, que se aman y pelean, no se miran a los ojos, desconfían una de la otra, pisándose los talones. La muerte de la guadaña y las tinieblas, una sombra que te abraza y te aprieta. Para comprender y entender que la vida es algo más, deberíamos morir al menos una vez como experiencia. No sabemos valorar ni apreciar que estamos viviendo en un mundo, que hasta el día de hoy, es único. El que ha vivido una situación entre la vida y la muerte ha cambiado para mejor persona y sabe de lo que hablo.  Todo es un pensamiento subjetivo, una forma de ver la vida y la muerte. Mi personaje rozaba los noventa años, se reía de la vida respetando la muerte. Por sus vivencias y experiencia se reía con los ojos llorosos y las manos temblorosas. Se reía escuchando hablar, de lo mal que está la vida. Él que durmió en el suelo, entre la paja, comió alcarciles y los cuscurros de pan los mojaba en el aceite de las mariposas de alumbrar. Él que perdió muy pronto el amor de su vida. Se reía. Una risa que se le movía la dentadura y una mirada de tristeza que cortaba el alma. Los noventa le pesaban sin perder esa sonrisa, aguantando el temporal, con las velas recogidas. Un barco que se va a la deriva. Cuando le hablas de la muerte  su respuesta es siempre la misma. Para morir no hay que tener prisa. 

De paso por la vida.

Juan Reyes.

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